martes, 28 de mayo de 2013

Comentarios



Lo leí en un diario digital presuntamente progresista. Este detalle no es baladí puesto que una presupone una criba inicial de cierto perfil extremista y xenófobo que, a priori, no va a elegir este diario para informarse.

Hecha la introducción, lo que importa. Cada vez hay más niños pobres en España. Pobres a quienes sus padres no les pueden ofrecer ni siquiera una comida decente al día. Viven en la puerta de al lado o en el patio de enfrente. 

Contaba el artículo esta realidad personalizándolo en una madre que cada día recorre seis kilómetros para ir a comer con sus hijos a Casa Caridad, una ONG aconfesional (dato también relevante de cara a los comentarios) que ha tenido que redoblar su servicio en los últimos años. Como todas las organizaciones que ayudan a dar de comer a los pobres.

Los niños de la historia comen de la caridad ajena y vuelven a sus aulas. Tres kilómetros para ir, tres para volver. Ya hemos hablado otras veces del dolor que debe sentir una madre al ver que ni siquiera puede proporcionar alimento a sus hijos. Y la vergüenza que debe sentir las primeras veces. Cuánta desesperación.

Se completaba el artículo con datos y testimonios, algunos de Cáritas. Obviamente.

Con lágrimas en los ojos y tristeza en el ánimo, cometí el error: pasé a los comentarios. Y ahí la impotencia se trocó en rabia. Los comentarios, leídos al azar entre más de 400, arremetían con clichés beligerantes contra la iglesia (¿?) y la corrupción. O le decían a la madre (checa) que volviera a su país, que allí había menos paro y que no consumiera nuestros servicios. Y así en su mayoría. ¿Es que no han leído el mismo artículo?

Insolidarios, llenos de prejuicios, cargados de inquina… ¿Por qué nadie pregunta cómo ayudar, dónde se puede echar una mano o qué hace falta para que los niños (de cualquier raza) no pasen hambre?

¿Indignada? Sí, mucho. La crisis no se irá de España mientras nuestro país esté tomado por la mezquindad.

lunes, 20 de mayo de 2013

Despedidas



Si hay algo en lo que el tiempo nos hace ricos es en despedidas. Pasan los años y, junto con el resto de huellas del cuerpo y del alma, acumulamos miles de adioses. Desde el “hasta la noche” matutino a nuestra pareja o el “hasta mañana” con los compañeros hasta otros trascendentes e, incluso, amargos, que marcan puntos de inflexión en nuestra vida.

Cada despedida es, cuanto menos, una pequeña ruptura. El adiós en la puerta del colegio o el beso en la estación. Momentos más o menos amargos, a veces solo triviales, que abren la página siguiente de la historia del día o quién sabe si de la vida.

Cada despedida deja algo atrás y empieza algo nuevo. Cambia la compañía, cambia el lugar, cambia la situación. Y hay que reinventarse para la nueva página en blanco que aparece. Desde el cotidiano cambio de papeles (ahora madre, ahora profesional, ahora amiga, ahora hija, ahora pareja…) hasta auténticas rupturas que hacen que no volvamos a ser los mismos.

Cuando dejas la casa en la que te has criado, cuando inicias un viaje que sabes que va a enseñarte más que mil horas de clases, cuando ese alguien especial se va para siempre…

Porque si hay despedidas especialmente crueles esas son las que inician el vertiginoso periodo de “para siempre”. Cuando alguien se va para no volver, cuando sabemos con cierto tiempo que eso va a suceder, empieza a crearse ese vacío en el alma que llega a doler.

Cuando esa persona a la que queremos recibe el diagnóstico fatal y solo nos queda esperar, se produce la más larga de las despedidas. Y la más difícil de sobrellevar. Cuando no sabemos si ese día será el último o si queda otro más. Cuando vemos que la vida se escapa y, poco a poco, la certeza del adiós inminente nos llena de dolor.

También empezará una nueva etapa, como cuando decimos “hasta mañana”, pero tan larga que solo nos queda decir “hasta siempre”.