jueves, 22 de noviembre de 2012

Incontinencia social



No quiero ni imaginarme qué ha sentido esa pobre chica al tener la certeza de que el líquido caliente ha emprendido su camino imparable al exterior en medio del aula. O del pasillo, me da igual.

¿Qué tipo de vergüenza o pudor le habrá impedido pedir ayuda? ¿O no ha sido pudor y ha sido otra certeza? Porque mira que es duro mirar a tu alrededor y tener la seguridad de que ninguno de los que te rodean va a echarte un cable.

Sí, quiero pensar que ha sido el pudor.

Una chica con gran discapacidad, estudiante de una facultad madrileña, se ha tenido que ir a casa, mojada y hundida, después de no poder aguantar más y no tener a nadie que le ayudase a ir al lavabo.

Cuenta la noticia que a causa de los recortes se ha eliminado la persona que ayudaba en la universidad a los estudiantes con gran discapacidad. Pero no es eso lo que cuenta la historia.

Se puede entender que algo así pueda llegar a ocurrir en soledad. Pero, ¿y sus compañeros? ¿Y los profesores? ¿Y cualquier ser con un mínimo de humanidad que pasara por allí?

Sí, quiero pensar que ha sido el pudor.

Y que por eso no ha pedido ayuda. Y que ese orgullo (¿o dignidad?) le ha llevado a tan embarazosa situación.

Pero cuenta la noticia que ha sido por los recortes. Y yo sigo viendo que cuenta la historia que hemos creado una sociedad donde nadie ayuda a nadie si no hay un papel en el que se explicita que eso está entre sus funciones. Y eso pasa por encima de los malditos recortes.

No es un problema de incontinencia urinaria de alguien que tiene tal fuerza de voluntad que se sobrepone a su discapacidad, esforzándose por aprender y por tener una vida plena. Es una absoluta incontinencia social que pasa por encima de cualquier atisbo de humanidad, esforzándose por avanzar con el mínimo trabajo y ninguna incomodidad.

Definitivamente, quiero pensar que ha sido el pudor.

lunes, 19 de noviembre de 2012

El estigma de la vulnerabilidad


Leo que hay una clase intermedia entre la clase media y la clase más pobre. Les llaman los vulnerables y se aplica a quienes, en América Latina, ganan entre cuatro y diez dólares al día. Con esa cifra en España nos moveríamos más en la línea de la pobreza que en la de ninguna otra clase social, pero lo que me ha llamado la atención y que sí es totalmente aplicable a nuestra sociedad es ese concepto de vulnerabilidad.
Porque si algo está machacando esta maldita crisis no es solo nuestro disponible en cuenta corriente ni la realidad de nuestro día a día. Lo que ha cambiado es que ya no nos sentimos irreductibles sino totalmente vulnerables.
Y esa sensación de desamparo es la que hace que los números de la cuenta parezcan aún más exiguos, que los meses sin trabajo parezcan una eternidad y que el solo hecho de pensar en el futuro nos erice el vello.
Porque, aunque ganemos más de diez dólares al día, el temor a que mañana esto deje de pasar nos hace vivir en un continuo sinvivir, compartiendo nuestros días con desazón y mal humor, minando nuestra capacidad de disfrute y llevando toda nuestra experiencia vital al triste y frío ámbito de lo económico.
Nos hemos convertido en seres tan frágiles, tan dependientes de lo que podemos dejar de tener que esa debilidad nos lleva a sucumbir fácilmente a los vaivenes de un mundo que navega sin rumbo.
Y en medio de ese mar de incertidumbre vivimos con una mínima presencia de ánimo esa enfermedad que nos hace aferrarnos a lo que aún nos queda como si fuéramos un náufrago agarrado al último tronco que flota en el mar.
El entorno nos ha hecho débiles y ha dejado en un segundo plano las cosas que de verdad importan. Una vez atacados por el virus de lo económico no tenemos fuerzas para enfrentarnos a lo que de verdad importa: familia, amigos, salud, proyectos… Quizá nuestra mayor debilidad estribe en habernos hecho tan vulnerables a lo material.

viernes, 9 de noviembre de 2012

La vida por la ventana



No pudo más. Todo lo que había dado por seguro se estaba esfumando a la misma velocidad con la que el viento levanta la niebla. De sus ojos fue desapareciendo como en un sueño todo aquello que le había dado estabilidad en los últimos años.

Su trabajo iba de mal en peor, cobraba un mes no y otro, quizás. Pero él continuaba con su ritmo de siempre y seguían con la misma rutina. Hace tres años incluso se permitieron echar la casa por la ventana y se fueron de crucero buscando un poquito de calor y aspirar algo de eso que llaman lujo.

De repente, todo se precipitó. Empezó a no cobrar un mes sí y otro, tampoco. Él se quedó sin trabajo. Y sin prestación. “¡Maldito régimen de autónomos!”. “¿Y ahora, qué?”.

Los ahorros de toda una vida apenas dieron para unos meses. Los hermanos y los padres echaban una mano, pero tampoco andaban mucho mejor y llegaban al plato de mediodía, pero el agua y la luz empezaban a ser palabras mayores.

Por no hablar de la hipoteca. Ya no recordaba de quién fue la idea de comprar ese piso. Y la ilusión de aquella mudanza se había trocado en amargura en los últimos tiempos.

El primer aviso vino por teléfono. A fin de cuentas, todos se conocían y el director del banco era uno más. Le dijo que tenían unas letras por pagar, que si querían revisar algo, que no le aguantarían mucho más sin empezar las amenazas de la central…

Ella le dijo que no se preocupara, que era una mala racha, que a ella le iban a pagar los atrasos y que a él le saldría algo pronto, seguro. Pero nada de aquello pasó y lo siguiente fue la pesadilla vertiginosa.
Las cartas, los requerimientos, hasta que llegaron ellos. No tenían que ver con el banco ni con aquella pobre gente, pero les tocaba pasar por el trance de sacar a la gente de su casa, arrancarles los recuerdos y dejarles en la más absoluta sensación de desamparo. También para ellos eran días para borrar.

Llamaron al timbre, ella les abrió. Subieron. Entraron. No la encontraron. No había nadie. Solo una silla junto a la ventana. Y una vida que se había ido.

(Esta historia solo coincide en los hechos finales con uno de los suicidios de esta semana. El resto es pura imaginación, aunque no andará lejos de la realidad. Descansen en paz).

lunes, 5 de noviembre de 2012

Los otros secretos



Recuerdo perfectamente las cartas que me enviaban mis amigas lejanas durante la adolescencia. Difícil era ocultar su llegada al buzón único familiar y más difícil aún encontrar ese rincón donde permaneciesen fuera de la vista  de mi madre.

Décadas después me doy cuenta de lo poco interesantes que debían parecerle a mi madre aquellas misivas y que la pobre andaría más preocupada por si “estaba en la droga” (aún no sé dónde para esta población donde ninguna quería que estuviésemos) que por las cartas en espiral con las que me deleitaba Araceli en aquellos lejanos ochenta. 

Han pasado los años y hemos pasado al otro lado. Sin cartas que esconder entre tanta comunicación digital, me encuentro totalmente perdida con las andanzas de estos preadolescentes en internet.
Con la vaga excusa de “solo estoy jugando, mamá”, se enfrasca en la red y a una no le queda más opción que pensar que, efectivamente, debe estar gestionando su granja virtual o jugando con el pingüino ese. Pues no, o la inocencia se ha perdido o es tan grande que no saben en qué charco se están metiendo.
Porque, de pronto, alguien, quizás ese tío con complejo de Peter Pan, te dice que se acaba de hacer amigo de tu hijo en el face. ¡Toma ya! La criatura confiesa que necesitaba darse de alta para jugar a no sé qué naves y que ni había vuelto a entrar. En solo un día ya tiene nueve amigos y ha conseguido contactar con personas a las que llevo buscando meses.

Ahora los secretos de amores platónicos y cotilleos juveniles ya no se dirimen en cartas periódicas escritas con tinta verde. Ahora solo se vive la experiencia de comunicación a distancia vía mail, sms, guasap o face. Y los secretos ya no existen porque ahora todo se comparte en el muro y lo que no se comparte no existe.

¿Qué queda ahora como secreto? Pues hacerse el perfil y no decirlo, tener una cuenta alternativa a la vigilada por las madres fiscalizadoras y conectarse a escondidas. ¿A ese mundo virtual quedan ahora relegados los secretos? Bueno, mientras  no “estén en la droga” y no perdamos aptitudes de espionaje no deja de ser una evolución generacional normal que nunca llegaremos a entender del todo. Lo que toca, vaya.

jueves, 1 de noviembre de 2012

¿Era necesario?



Incluso para los que hemos decidido no mirar hacia otro lado resultan difíciles de digerir historias como la de María. Un periódico atrasado, en una consulta cualquiera, reclama mi atención con una llamada al interior de los dramas más profundos de la crisis.

Sin alternativa legible a la vista, leí la historia de María. ¿Por qué alguien ha tenido de ahondar tanto? ¿Por qué ha sabido que esto pasaba y no ha podido evitar contarlo? A veces este oficio nuestro empuja a compartir las caras de la realidad que quizás sería mejor guardarse para sí para no extender más la pena ni la rabia.

Supongo que como le pasó a aquel periodista de aquel diario, tampoco yo puedo dejar de compartirlo, aun a riesgo de pensar después si realmente es necesario mirar tan de frente a las historias de estos perdedores que cada vez se parecen más a cualquiera de nosotros. Y, más aún, preguntarme si es necesario difundir aún más el drama de María.

Pero si aquella historia a mí me torció el día por todo lo que removió tal vez no sea tan descabellado seguir compartiéndolo para ver si, grano a grano, todos nos hacemos cargo de que esto está cambiando, que va en serio y que te puede tocar a ti.

Sin ser exhaustiva, contaré que María era una mujer con una vida normal, que trabajaba, al igual que su marido, y  con una hija discapacitada  con altas necesidades educativas y farmacológicas. María dejó su trabajo pero vio la ventaja de poder volcarse en su hija, el centro de su universo. Su marido perdió su empresa. Su matrimonio y su patrimonio se fueron al traste. María y su hija viven en un piso (“gris”, decía el periodista) con dos sillas y una cama. María no puede comprar comida ni puede pagar las medicinas. María, creyente, ha tenido que renunciar a todas sus convicciones y se prostituye desde hace unos meses para que su hija coma y tome sus medicinas. Punto.

Además de la amargura de esta historia, lo más doloroso es que hay muchas Marías y que, ahora sí, nadie está exento de encontrar su vida en una situación tan extrema que cada día se torna menos excepcional. 

Sí, era necesario.