jueves, 25 de octubre de 2012

En peligro de extinción



De un tiempo a esta parte confieso que dedico más tiempo a leer en los diarios digitales los apuntes de los lectores que las propias noticias. Por supuesto, he disfrutado enormemente con los comentarios dedicados a las reflexiones sobre el alma de Mariló Montero, pero creo que tanto trascendencia de la presentadora como el ataque de los lectores han ocupado ya suficiente espacio, moviéndose entre el escarnio generalizado y la indignación de los más cuerdos.

La información que me ha llevado a reflexionar ha sido la doble noticia de Javier Marías: distinguido con el premio Nacional de Narrativa, confirma horas después la renuncia con la que algunos especulaban desde el momento del anuncio.

Y es tan raro el qué y el porqué que es normal que uno de mis admirados comentaristas de diario diga que las personas como él están “en peligro de extinción”. Y es cierto.

Porque ha sido capaz de renunciar tanto a la gloria de un reputado premio institucional (de segunda fila, apuntan algunos) como a los golosos veinte mil euros porque ya había advertido años atrás que nunca aceptaría ningún premio institucional español. Viniera del gobierno que viniera. O sea, alguien que prefiere salvaguardar su independencia creativa aunque la contrapartida sea dejar un hueco en su palmarés y otro en su cuenta corriente.

Por supuesto, los escépticos de uno y otro lado han hablado de que su rechazo viene motivado por el color de la mano que otorga el premio (esto, los conservadores) o que con la no aceptación ha hecho una campaña publicitaria que vale millones (esto, los progresistas).

Pero, por una vez, ¿por qué no creemos en la coherencia de la persona? Javier Marías ha sido consecuente con lo que anunció hace años, en una postura con la que pretende honrar a figuras que considera como sus maestros y que nunca obtuvieron reconocimiento oficial al tiempo que pretende huir de polémicas. Y sentir que no se ha vendido ni a unos ni a otros por un puñado de euros debe resultar realmente gozoso para alguien como él.

Enhorabuena, Javier.

sábado, 20 de octubre de 2012

La tiranía de los mediocres



En los tiempos de bonanza se dio con demasiada frecuencia. Uno llegaba  a una empresa, pasaba un tiempo y, gracias a sus culebreantes movimientos o por tener el don de la oportunidad, lograba subirse a la cresta de la ola y mantenerse en lo alto en un puesto para el que no estaba preparado y con un salario que probablemente no mereciera.
Hubo gente que aprovechó lo que la vida le daba para formarse, aprender a aprender, aprender a mandar y hacerse acreedor de puesto y salario. Pero hubo otros que una vez aferrados a ese puesto optaron por mantenerse en él a fuerza de mantener miedo y presión tapando con amenazas, subterfugios y malos modos la inseguridad que les proporcionaba su propia mediocridad.
Cualquiera de nosotros puede mirar a su alrededor y encontrar el político advenedizo o el empleado poco valioso que a base de contactos, estratégicos movimientos en el tablero de la vida o un carácter apropiado para relacionarse con las cúpulas han llegado a ese puesto en el que son incompetentes por falta de conocimientos o por no saber liderar un equipo. O por las dos cosas, en el peor de los casos.
La mediocridad les lleva a forjarse una imagen dura, ofensiva, como base de una estrategia basada en el ataque y en la nula empatía con el, horrible vocablo, subordinado. Son esos jefes que en vez de reconocer  “No te entiendo” te dicen “No te sabes explicar”, invirtiendo su incapacidad en minar tu seguridad y acabar enterrando tus propias capacidades en medio de miedos y frustración.
Por lo visto, cada uno ha de pasar al menos una vez en la vida por esta posición. Lo bueno es cuando consigue deshacerse de ese inútil en mejor posición jerárquica, sigue adelante y se encuentra con que no todo es así y que hay jefes, políticos, compañeros… brillantes, empáticos, de quienes se puede aprender y que no vuelcan su mediocridad en los demás. Y se agradece.

domingo, 14 de octubre de 2012

Qué es el fracaso


Pues no lo sé. Me pongo a pensar en ello después de meter la pata en una red social. Le pregunto a un viejo compañero que qué ha sido de su hogar y me contesta que el hogar y su mujer se quedaron juntos mientras que él ha vuelto a empezar.
Acabo de meter la pata con un “lo siento”. Por la indiscreción, por la falta de tacto, porque lamento ¿su fracaso?... Pero él ya ha pasado lo peor y me responde de forma meditada y sabia: “Hay que romper el tabú de divorcio igual a fracaso.  Ahora disfruto con lo que tengo sin desear lo que no puede ser ni lamentarme por ninguna pérdida porque no estoy apegado a ello”.
No desear lo que no puede ser, no lamentarse por pérdidas materiales porque lo material no debe generar apego, disfrutar lo que tienes... Interesantes lecciones en un mundo en el que nos hemos acostumbrado a calibrar el éxito con ceros en cuentas corrientes, trabajos poco gratificantes bien remunerados, inmuebles fastuosos, coches de gran cilindrada y, lo que es peor, marido/mujer trofeo.
Por supuesto, las referencias de los ceros, remuneración, fastuosidad, caballaje y trofeo nos las ponen nuestro entorno próximo y los arquetipos sociales del momento. Y venimos de un momento tan malo, de tan altos arquetipos y tan bajas exigencias morales que lo más fácil es fracasar.
Se acabaron las maneras fáciles (las legales al menos) de hacer dinero, resulta difícil encontrar y mantener un trabajo y mucho más hacer lo propio con una pareja. Lo del ático de ensueño y el descapotable biplaza lo dejamos para otra vida, ¿verdad?
Porque si medimos el fracaso por lo material que perdemos en el camino en vez de mirar lo que realmente somos a cada paso, es imposible no convertirse en una generación de fracasados y frustrados.
Si no hubiéramos puesto nuestro empeño en triunfar de cara a la galería, si no hubiéramos cosificado logros y personas quizás ahora lleváramos mejor los fracasos del presente. Porque solo serían contratiempos, tropiezos que obligan a levantarse, salir reforzado y buscar nuevas formas de vivir la vida.

martes, 9 de octubre de 2012

Los últimos


Una mañana más, en el bar de siempre, con las mismas caras de cada día. En medio del repaso de la jornada anterior aparece alguien fuera de contexto. Es Jaime, hemos trabajado con él en algunos proyectos hace meses. Lleva las relaciones de una asociación de discapacitados que hace lo imposible desde hace años para conseguir fondos para los chavales (y menos chavales).
Imaginación, ilusión, esfuerzo… nada de eso les falta ahora, pero la conversación de hoy no está llena de banalidades de hora del desayuno ni de proyectos esperanzadores. Nos mira con tristeza y comenta que va a informarse sobre el futuro de la subvención, ingreso principal con el que subsiste el proyecto. “Si nos quitan lo que dicen, tendremos que cerrar”.
Y se marcha. Con un punto de desesperación y otro de determinación. Lucharán hasta el final por no dejar en la calle no solo a decenas de empleados sino a decenas de personas que necesitan de su ayuda y para quienes son absolutamente imprescindibles.
Porque, ¿alguien ha pensado en los últimos? ¿Qué va a pasar con las personas dependientes? ¿Vamos a ser incapaces de atenderles, ayudarles y darles todo lo que necesitan para tener una vida digna y feliz? Parece que la respuesta va a ser que no.
Y si duro es quedarse sin trabajo y tener que empezar desde cero, ¿podemos imaginar lo duro que será para ellos y sus familias quedarse sin la ayuda con la que contaban hasta ahora? ¿Cómo empezar de nuevo sin ayudas?
Imaginación y fuerza no les falta. Padres que recorren maratones, campañas solidarias para recoger tapones, pasarelas de moda… Pero no es suficiente. Nuestra sociedad no puede olvidarles, no puede dejarles en última posición en la lista de ayudas porque para ellos no es algo superfluo sino cuestión de supervivencia.
No son los últimos. Son especiales. Y el verdadero valor moral de nuestra sociedad se medirá con nuestra respuesta a los que nos necesitan siempre. También ahora.

lunes, 1 de octubre de 2012

Por lo que tú EREs



No hay nadie que no conozca a alguien inmerso o amenazado por un ERE. Hay empresas que, de hecho, sobreviven machacando a su últimos empleados con continuas alusiones a un posible ERE que no acaba de llegar (lo más seguro que por no cumplen todos los requisitos legales), pero bajo cuya coacción saben que la gente aguanta lo que le echen.

Desde la empresa que penaliza cada error con cincuenta euros que deduce puntualmente de la nómina siguiente (por supuesto, situación denunciable sobre la que nadie se atreve a chistar) hasta la empresa arrastrada por la debacle de las administraciones y empresas privadas que acaban pagando los curritos (probablemente los que han sacado a flote el barco en los últimos lustros).

Mientras en Andalucía algunos aprovecharon los expedientes reguladores para que cobraran indemnizaciones hasta los muertos, en el resto de España la realidad es que miles de profesionales se están viendo de repente en la calle, a tiempo completo o parcial, casi con una mano delante y otra detrás. Y poniendo buena cara, claro está.

Me dice la última amiga afectada por el ERE de una empresa pública: “Tengo que estar todo el mes aquí, haciendo lo mejor que puedo mi trabajo en lugar de estar en mi casa, dignamente, buscando trabajo”. Porque, eso sí, trabajando hasta el último minuto y dejándose la piel, y es que el que es profesional no deja de serlo solo porque por politiqueos su cotización se haya devaluado.

Además del problema económico que sufre cualquier trabajador afectado por un ERE, ¿se han planteado lo que es vivir cada día con la espada de Damocles rozando con su afilada punta la cabeza de un empleado que no deja de ser una persona que siente, que padece y que es, existe? Cualquier empleo pende hoy día de un hilo, pero en situaciones con plan de ruta hacia el abismo resulta difícil combinar la dignidad con humillaciones e injusticias.