jueves, 14 de junio de 2012

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Cuando lean estas líneas quizás hablar de rescate financiero ya sea cosa del pasado y a base de recalificaciones y descalificaciones  nos hayamos sumergido como nación soberana. Es tal la velocidad de los desasosegantes acontecimientos que por muy adicto a la información que uno sea no puede estar al tanto de la penúltima caída, del último desatino, del descalabro quizás definitivo.
Sin embargo, entre tanta desesperación como la que cabría esperar, el mundo aún gira y seguimos tomando café, echando unas cañas y hablando de fútbol. A veces hasta se podría pensar que esta vorágine incomprensible ha coincidido con la Eurocopa por algo diferente a la casualidad.
Mientras analizamos la idoneidad de sacar a Torres o si es mejor seguir la estrategia de jugar sin un 9, pasamos horas y días de puntillas por este valle de despropósitos.
Y cuando el fútbol ya no da de sí para mirar a otro lado, siempre nos queda el sexo. Cualquier diario nacional con lista de noticias más leídas incluirá al menos una con contenido supuestamente sexual. Esto es una máxima que pueden comprobar en cualquier momento.
Estando al borde de que nuestra deuda se convierta en bono basura, ¿qué es lo que más nos preocupa? Saber qué ha hecho un granadino para encarcelar su pene en un tubo de dos centímetros de diámetro y requerir de médicos y bomberos para liberar aquello. O por qué es mejor hacerlo en casa que en un coche. O qué hizo exactamente la funcionaria de prisiones con los prisioneros.
Con lo que nos depara el futuro al menos siempre nos quedará el aliciente de no ver rebajada nuestra calificación en la intimidad. Y el fútbol.

lunes, 11 de junio de 2012

Gratificación inmediata


El “quiero-tengo” va más allá de lo mal que hemos educado a las generaciones de la España democrática en pleno auge del capitalismo exacerbado. Estas generaciones han vivido acostumbradas a recibir al instante, sin esfuerzo y sin contrapartida, todo lo que solicitaban de unos padres que se escudaban en un sufrido “que a mis hijos no les falte de nada”.
Esa forma de educar ha alejado cualquier tolerancia a la frustración y ha originado un total desconocimiento de qué es el esfuerzo y de que el valor de las cosas va mucho más allá del precio.
En fin, esa batalla que parecía perdida se va a ganar ahora como consecuencia de esta nueva realidad de rescates, créditos o intervenciones. Todo va a cambiar y ya no va a ser tan fácil obtener los caprichos a golpe de deseo.
Pero la necesidad de obtener una gratificación inmediata ha excedido a esas generaciones  y al mundo material y nos ha alcanzado a todos en forma de ansia por saber, por recibir respuesta, por estar siempre conectado.
No hace muchos años sabíamos el horario de paso del cartero  y podíamos calcular el tiempo (medido en días)  que tardaría una carta a llegar a su destino. La respuesta a nuestras inquietudes podía tardar una semana. Y sobrevivimos.
Poco a poco, se fue abaratando el teléfono, se hizo móvil (ya no llamabas a las casas sino a las personas) y ya se fue exigiendo que la disponibilidad y respuesta del otro fuese inmediata. Así, hasta llegar a los actuales sistemas de chat instantáneos, después de atravesar la era del email y del sms, así, decía, nos hemos ido encadenando a un mundo virtual con disponibilidad 24x7 del que requerimos respuesta inmediata y que nos ata a la esclavitud de la cobertura.
Tenemos la necesidad de saber y recibir respuesta inmediata a todo lo que tuiteamos, ponemos en nuestro muro o pasamos por el chat. Una excelente forma para sentirnos permanentemente monitorizados, siempre insatisfechos y totalmente ansiosos. Tratamiento: desconectarse y recobrar el sentido de la paciencia y el esfuerzo.

domingo, 3 de junio de 2012

Los felices tiempos difíciles

Los escasos momentos de felicidad consciente coinciden con momentos puntuales en lo que todo se confabula para que nos sintamos en una nube. Una nube que, como todas, acaba siendo pasajera y a la que suceden días mejores y peores  y momentos sencillamente vulgares y cotidianos. En cualquier caso, momentos que no volverán.
Normalmente la felicidad como concepto experiencial no se ciñe a ese instante en el que se toma conciencia de su existencia. Suele tratarse de una etapa de la vida que mientras se atraviesa (en el mejor de los casos) o una vez finalizada (en la mayor parte de los casos, una lástima) se vive o se recuerda como un periodo que somos capaces de aceptar como feliz.
“¿Cuando te acuerdas de algo de cuando eras pequeño y te dan ganas de llorar, eso es nostalgia?”, esa fue la pregunta de mi hijo. Me sorprendió la sencillez con la que era capaz de describir un sentimiento tan difícil de expresar por un adulto. Recordar suele impregnar el pasado de un velo de lo que quisiéramos que realmente hubiese pasado. Así, el recuerdo suele crear más etapas felices de las que fuimos capaces de disfrutar.
En ese ejercicio de evocación ya aparecen la vivencia personal y el entorno social convertido en una unidad: la experiencia personal. Y puede parecer sorprendente descubrir que los momentos que recordamos con más nostalgia, que percibimos como felices, pero ya terminados, suelen ser momentos difíciles.
Difíciles por una situación personal complicada, por un entorno hostil y por acumulación de circunstancias negativas a nuestro alrededor y en nuestro interior. Pero es ahí donde sacamos las ganas de luchar, donde conseguimos disfrutar los momentos auténticos y donde aprendemos a valorar lo realmente importante.
Se avecinan días difíciles. El entorno que nos proporciona la seguridad de lo conocido se tambalea y todo lo que nos rodea  parece caminar por el filo de la navaja. Pero también nos vamos a acostumbrar al esfuerzo y a evaluar lo que realmente es necesario, lo que de verdad importa y que lo esencial es ser, por encima de tener.
Si somos capaces de cambiar, probablemente, dentro de veinte o treinta años recordaremos estos días venideros como los felices tiempos difíciles en los que nos reencontramos.


viernes, 1 de junio de 2012

Obsolescencia programada


La rebelión de las máquinas empieza con la lavadora. Un maldito aro se ha sumado a algunos calcetines extraviados a lo largo de los lavados y ha sido la gota que ha colmado el tambor. Ya no gira y ha encerrado en su interior a la pobre ropa blanca que no tiene la culpa de nada. ¿O no tiene que ver con el aro?
Calculo cuánto tiempo hace que se compró esta máquina infernal. Por supuesto, han pasado los dos años de garantía y el servicio técnico me comenta que venir a ver al enfermo cuesta cincuenta euros. Y después, ya veremos. Trago saliva y decido abrir un debate en el ámbito familiar antes que tomar tamaña de decisión a solas.
En medio de tanta reflexión oigo un ruido de fondo. Como un coche que quiere arrancar y no lo consigue. Pero, ¿dentro de casa? ¡Cielos, el lavavajillas!
La vajilla y la cristalería están cubiertas por una informe capa blanquecina y los cubiertos no recuperarán su brillo ni con limpiametales. Un olor a quemado se extiende por la cocina. ¿Será el lavavajillas o seré yo?
“El debate familiar va a parecerse  a un debate sobre el estado de la nación”, preveo mientras preparo un café. “Cof, cof ,cof”. También la cafetera se suma a la revolución.
No puede ser casualidad. ¿A qué se deben tantas coincidencias? Pues a que la coincidencia no existe: adiós a las neveras que duraban treinta años, a las tostadoras heredadas y a los coches eternos. Ahora las máquinas duran un par de temporadas, como un abrigo de marca low cost. Justo hasta que termina su garantía.
Y todo está programado. Cuando se crea un aparato también se programa su sentencia definitiva. Su vida tiene una duración acorde con las necesidades de los fabricantes. Y esta práctica, conocida como obsolescencia programada, es la que ha cambiado nuestras costumbres: hemos pasado de cuidar y mantener los aparatos al esquema consumista de usar y tirar.
Tal y como están las cosas habrá que replantearse el modelo. Un poquito de moral empresarial y racionalidad tampoco nos vendrá mal. Algo bueno tendrá que traer la crisis.