Mínimo, una tarde a la semana. Todo un ritual. Primero,
ordenar el montón de ropa lavada (al principio a mano, luego con la lavadora
semiautomática que se empeñaba en construir enormes columnas de espuma).
Un montón, el más pequeño, se plegaba directamente ordenado
por categorías. Otro montón se separaba para la plancha. Y un tercero se
reservaba para repasar antes de planchar.
Y entonces aparecía nuestra protagonista. Con una larga
historia detrás y con infinitos tesoros dentro. La caja de los hilos.
En su otra vida guardó caramelos de café con leche, galletas
o quién sabe si bombones. Metálica, con imágenes dibujadas de los ¿felices?
años veinte. Quizás en algún momento tuvo tapa, pero al final solo quedaban los
huecos que sirvieron para asentar las bisagras perdidas. Sin duda, fue un regalo.
Su interior atesoraba un envidiable bagaje histórico en
forma de botones, imperdibles, alfileres, hilos enredados, agujas, dedales… y
un sinfín de artilugios de nombre olvidado que servían para cerrar, acoplar,
remendar, zurcir… darle una nueva vida a aquella ropa que se empeñaba en
encoger. ¿O eran los niños quienes crecían?
Cada pantalón guardaba la evolución de su dueño: el doble
sacado de cada crecida, el zurcido invisible junto a la costura, la rodillera
que cubría lo irreparable… cuántos años, cuántos patios de colegio, cuántos
partidos en sus perneras.
O la falda con cintura convertible. Un pliegue tras la
última pérdida de peso. Un pliegue que desaparece tras la recuperación.
Y así con calcetines, calzoncillos, camisas… Cada semana se
recuperaban viejas ropas para darles una nueva oportunidad. Quizás más de una
temporada. Planchado y puesto en marcha, otra vez.
¿Qué ha sido de la caja de los hilos? ¿Y de aquellas tardes
en familia? Hoy las ropas, las cosas, tienen una vida corta y no se les da la
segunda oportunidad que salía de aquella caja mágica en tardes que no volverán.
¿O sí?